lunes, 13 de abril de 2009

Ni Suprema, ni de Justicia, ni de la Nación

Juan Carlos Arjona Estévez, José Luis Caballero Ochoa, Alan García Campos, Rodrigo Gutiérrez Rivas Loretta Ortiz Ahlf y Miguel Rábago Dorbecker.

Llama la atención que ninguno de los siguientes elementos haya pesado en la decisión que tomaron el jueves pasado cuatro ministros y dos ministras de la Suprema Corte de Justicia de la Nación en torno al caso Lydia Cacho: ni las conclusiones de una investigación realizada por profesionales de la justicia; ni la constatación de la persecución política, haciendo uso ilegal de la fuerza pública (tortura), a la que se está sometiendo -no sólo a Lydia Cacho- sino a un conjunto muy amplio de personas que están luchando en el país por denunciar las peores formas de corrupción y violencia; ni las irregularidades en el proceso que se le inició a la periodista con el objeto de impedir su libertad de expresión; ni el flujo evidente de llamadas entre funcionarios públicos y pederastas (reconocida por uno de sus locutores y verificadas por las compañías telefónicas), y que demuestra el concierto entre autoridades para violar los derechos fundamentales de una persona. Nada.

De acuerdo con la opinión de los ministros y ministras que conformaron la mayoría, no hubo elementos suficientes para concluir que la actuación de las autoridades de Puebla, constituyeron una violación grave de derechos, tal y como lo exige el Artículo 97 de la Constitución.

Variedad de argumentos deleznables fueron esgrimidos en el transcurso de las audiencias: que no había hechos ciertos ni pruebas idóneas (Aguirre); que la gravedad a la que alude el Artículo 97 es extraordinaria, y que en este caso no se cumplió (Azuela); que ninguno de los funcionarios y funcionarias que participaron reconoció haber recibido instrucciones del gobernador, y que las acciones contra la periodista no fueron una inquisición administrativa o judicial (Sánchez Cordero); que la grabación que dio origen a la investigación es ilegal, y que, aún cuando hubo violaciones a los derechos, éstas pudieron haber sido resarcidas a través del Amparo (Luna Ramos).

Tales argumentaciones delatan una comprensión muy estrecha y anodina de la legalidad y sientan un precedente muy negativo para el Estado Constitucional de Derecho, en el ámbito de la justicia mexicana, que crea un clima de indignación y profundo malestar en amplios sectores de la población. Parece de nuevo confirmada la tesis de que la Corte toma sus decisiones guiada por intereses cupulares y de orden político y sobre todo, de que no estamos aún ante un Tribunal Constitucional.

Para empezar, el Artículo 97, párrafo segundo de la Constitución, habilita una investigación lo más amplia posible cuando se trata de violaciones graves de derechos humanos, sin importar si incide en un grupo de personas o en un individuo, especialmente si esto tiene implicaciones relevantes para el resto de la sociedad, como es sin duda la tentativa de reprimir el ejercicio periodístico, que además denuncia hechos tan graves como los que son materia del caso que nos ocupa.

Es decir, al tratarse de un procedimiento de investigación, y no de un proceso vinculatorio -como el juicio de amparo- deben tomarse en cuenta los mayores elementos en su integración, a fin de considerar todas las dimensiones de una problemática social en la que se ha producido violación de derechos fundamentales.

Es precisamente la naturaleza jurídico-constitucional de este mecanismo, la que debe permitir su eficacia garantista, abriendo un gran margen de actuación para la Corte. Ahí reside la contradicción del Tribunal máximo: utilizar una figura con amplias posibilidades de investigación y acción jurídica para acabar ofreciendo un paupérrimo resultado, que insatisface a una gran parte de la sociedad mexicana.

La facultad de investigación se fue llevando a una excesiva sofisticación que choca con la previsión del Artículo 97, así como con la reflexión doctrinal que se ha realizado en torno a ella. De esta manera, desde la propuesta inicial para generar una serie de reglas para su aplicación -sin considerar que dicha facultad se agota precisamente en la investigación lisa y llana- se entorpeció la puesta en práctica de un recurso sencillo, rápido y efectivo, como deben ser los mecanismos de protección de los derechos, según el Derecho Internacional de los Derechos Humanos.

El pronunciamiento de la mayoría obvió la oportunidad de poner un dique a la gran impunidad por la que transitamos en México; también de señalar con claridad cómo los servidores públicos, en el ejercicio de sus atribuciones, no adquieren una patente de corso para poner el aparato de justicia al servicio de sus intereses personales o de facción. Lejos de lo anterior, los ministros y ministras se han defendido con un argumento falaz: que su servicio a la sociedad y al Estado de Derecho se demuestra en una actuación apegada a la norma, a pesar de que sus decisiones conforme a Derecho, no sean del agrado de todos. Tales razones de tipo técnico-formal o para garantizar “seguridad jurídica” son frecuentemente invocadas por la Corte en su intento por construir un trabajo que no logran conciliar con los fines a los que deberían servir, manteniendo un estado de cosas que no se encamina a que amplios sectores sociales alcancen justicia en sus derechos.

*Académicos de la Universidad Iberoamericana y del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM

**Tomado de El Siglo de Torreón (ver aquí)

martes, 7 de abril de 2009

¿Será política, será derecho?

El otro Derecho como espacio de convocatoria y de discusión. Ya veremos

lunes, 6 de abril de 2009

3 y 4 de mayo de 2006 en Texcoco y San Salvador Atenco: (Mal)Entrenados para humillar

Miguel Pulido

¿No suena en estos días a lugar común, afirmar que la violencia como medio ejercido por la población civil para externar demandas contraviene el orden legal, afecta los derechos de terceros, altera el orden público y afecta la convivencia social y política propias de un régimen democrático?

En nuestro país, sólo en el papel, y aún así, un papel que ha costado años de lucha y organización, el marco normativo que regula la actuación de las fuerzas policiales está integrado por los derechos constitucionales, los derechos humanos consagrados en los instrumentos internacionales así como un conjunto de previsiones específicas para la actuación de los miembros de las fuerzas de seguridad y normas sobre uso racional de la fuerza pública.

Todo esto encaja perfecto (o al menos hace sentido) si recordamos los primeros días del mes de mayo de 2006 en los que se presentaron enfrentamientos entre fuerzas policiales y manifestantes de la población civil en el Estado de México. Hay quienes dicen que el orden social fue alterado y como consecuencia hubo un justo operativo policial (aunque no fue ni justo ni operativo). También afirman que por ello, la intervención de las corporaciones policiales estatales y federales en San Salvador Atenco el 4 (cuatro) de mayo de ese año, tenía como basamento legal el restablecimiento el orden público y el uso de la fuerza por parte del Estado.

Los más simplistas no vacilan en afirmar que el Estado tiene el uso legítimo de la defensa y se les olvida que se trata de una herramienta de uso excepcional. A un par de años de los hechos de San Salvador Atenco, pocos dudan que la actuación de las fuerzas policiales haya sido desproporcionada y fuera del marco normativo que regula el comportamiento que deben tener las instituciones encargadas de estas tareas. Ahora lo que es un hecho es que se atentó contra la seguridad e integridad física de las personas al usar la fuerza sin apego a los principios de uso proporcional, racional, razonable y limitado.

Cierto es que el Estado tiene la facultad de decidir sobre el uso de la fuerza pública, pero este no es un derecho propio de los funcionarios, sino una potestad delegada por la ciudadanía para ser ejercida con responsabilidad y en apego a las restricciones legales mencionadas. Por esta razón (y si vemos la teoría y la ley con poca malicia) se le ha encomendado la conformación de cuerpos profesionales capaces de ejercerla con estricto controles. No se trata de una autorización suicida por parte de la comunidad política para que terceros puedan libremente ejercer la violencia, y siempre que venga de ellos, se considere legítima.

Lo que trato de explicar, y conviene hacerlo claramente en estos tiempos, es que una vez que se ha decidido la intervención de las fuerzas de seguridad, surgen nuevas obligaciones y responsabilidades, por ejemplo en este caso con relación a los derechos de las personas que se manifiestan (incluso violentamente).

En los hechos de San Salvador Atenco, el uso desproporcionado de la fuerza, traducido en violencia excesiva contra personas sometidas y en situación de rendimiento, significó una violación a la obligación fundamental que el Estado tiene de garantizar la vida e integridad física de todas las personas que habitan en el país. Instrumentos legales que amparan lo anterior sobran, lo que faltan son funcionarios de Estado que lo entiendan.

En términos técnicos, el Estado mexicano tiene el deber jurídico de organizar todo el aparato gubernamental, y en general todas las estructuras a través de las cuales se manifiesta el ejercicio del poder público, de manera tal que sean capaces de asegurar el libre y pleno ejercicio de los derechos humanos y cuando suceda de forma distinta, tendrá que haber responsabilidades.

En términos prácticos, los hechos de San Salvador Atenco son una muestra más de la urgencia que tiene el Estado mexicano por llevar a cabo una reforma (una gran, gran reforma) que dote al país de elementos policiales cuyas condiciones de trabajo, salariales y profesionales sean dignas, y que estén capacitados para afrontar, de manera efectiva, sin convertirse al momento de aplicar la ley, flagrantes violadores de la misma, eventos como los de Texcoco y Atenco.

Estos hechos, con los que tristemente abrimos el mayo Rojo mexicano del 06, muestran, nuevamente desde el punto de vista técnico, que la obligación de prevenir violaciones a los derechos humanos fue flagrantemente incumplida, al no contar el Estado mexicano con cuerpos policiales adecuados que ejerzan la fuerza pública en estricto apego al marco legal.

En términos prácticos, muestran la torpeza en la toma de decisiones, la pasividad de las fuerzas políticas frente a una realidad social cada vez más demandante (no de fuerza pública, sino de diálogo y de interlocución, de incorporación en la arena pública y en la vida política de la comunidad). Más gravosos se vuelven a causa de la sui generis resolución de la Corte que decreta violaciones sin responsabilidades, que supone la existencia de inviduos y no de corporaciones y de ejecutores sin superiores.

Los hechos de Atenco duelen, y en pleno proceso electoral, se va a sacar tajada de ellos. Pero ahí, donde sucedieron y de donde las cámaras de los noticieros y los abogados y los comentaristas y los líderes de opinión y los abogados se vayan y se olviden, ahí quedaran personas que vieron su esfera jurídica brutalmente violada. Que anidan rencor y desprecio por las instituciones y por el derecho.

En Atenco, y a causa de Atenco, seguirá viva la evidencia de la crisis del sistema policial mexicano saturada de vicios institucionales que incentivan el abuso policial y el uso excesivo de la fuerza. Crisis ahora avalada y apadrinada por una Corte inconsistente en su posición, que va un día de política y otro de técnica. Aunque nunca inconsistente en sus resultados, pues siempre va a espaldas de la justicia y contra los más débiles.

Pero sobre todo, en Atenco y a su causa, esto del Estado de Derecho, la legalidad y el uso de la fuerza pública, seguirán siendo un temor fundado. Eso sí, ahora respaldado por la ceguera judicial.

Una versión de este artículo originalmente fue publicada en: dijoellicenciado.blogspot.com